Los círculos elitistas, donde el valor se mide por el dinero y las apariencias, son tan vacíos como las narrativas que reducen al indígena a víctima eterna y al rico a villano por naturaleza.

Entre el ‘indio sucio’ y el ‘rico corrupto’: la brecha que debemos desmontar

<a href="https://polisecuador.org/en/author/raphaela-castro/" target="_self">Raphaela Castro Romero</a>

Raphaela Castro Romero

Es creadora de contenido, comunicadora y apasionada por el diálogo y la resolución de conflictos. Conduce su canal de YouTube Planeta Rafaela, un espacio dinámico en el que entrevista a emprendedores, artistas y talentos locales, además de visitar distintos negocios para dar a conocer su esencia y lo que los hace únicos. cuenta con su programa sobre mediación transmitido por el medio digital ponte once, también en YouTube, dicho programa se llama; Fare la Pace y busca llegar a toda la ciudadanía mostrando los beneficios que puede brindar el dialogo.

Actualizada:

Sep 29, 2025

A lo largo de la historia de América Latina —y con especial crudeza en Ecuador— se ha cultivado un resentimiento profundo entre dos sectores que, paradójicamente, son parte de una misma nación: los pueblos indígenas y las élites económicas. Este antagonismo no se limita a la desigualdad material, sino que se ha transformado en un conflicto simbólico, cultural y emocional donde cada grupo percibe al otro no solo como diferente, sino como culpable de sus frustraciones.

El indígena ha sido históricamente marginado, discriminado y reducido a estigmas como “longo”, “indio” o “sucio”. Pero en respuesta, las élites han sido etiquetadas como “clasistas”, “racistas”, “explotadoras” o “el rico malo”. Ambas formas de agresión reflejan un mismo fenómeno: la incapacidad de reconocerse como seres humanos más allá de las circunstancias de nacimiento. Porque ni el rico eligió nacer en comodidades, ni el indígena escogió vivir en carencias históricas. Ambos son víctimas de un sistema estructural que convirtió la diferencia en jerarquía y la diversidad en resentimiento.

Lo más preocupante es que esta división ha sido instrumentalizada por discursos políticos, especialmente los populistas, que han explotado la narrativa del “pueblo bueno contra la élite mala” para sostener proyectos de poder. Gobiernos como el de Rafael Correa reforzaron esta confrontación: el rico pasó a ser el villano por definición, mientras que el pobre —frecuentemente representado en la figura indígena— era el héroe. Esta visión, aunque simbólicamente poderosa, es simplista y peligrosa: reduce a seres humanos complejos a etiquetas morales opuestas.

El problema, entonces, trasciende la riqueza o la pobreza, lo indígena o lo blanco-mestizo. Es, en esencia, un problema estructural: un sistema social que convierte las diferencias en armas, donde la protesta del indígena —muchas veces con tintes violentos o vandálicos— es respondida con el desprecio verbal de las élites, reproduciendo una brecha que se perpetúa generación tras generación. Sin embargo, la paradoja es clara: dentro de ambos grupos existen individuos que rompen con los estigmas. Hay indígenas que se han convertido en profesionales destacados, empresarios y líderes sociales sin haber sido de “cuna”. Y en las élites, aunque atrapadas en círculos superficiales donde se mide a las personas por su patrimonio, también existen voces que buscan tender puentes. La pregunta de fondo es si seguiremos alimentando este resentimiento histórico, o si lograremos reconocer que, antes que indígenas o élites, somos seres humanos.

I. El resentimiento indígena hacia las élites: exclusión y memoria colectiva

El resentimiento indígena hacia las élites no es gratuito ni reciente. Surge de siglos de explotación y marginación: desde el despojo colonial hasta la discriminación persistente en la república. Las élites han controlado la tierra, la política y los símbolos de prestigio social, relegando al indígena a la periferia. La memoria colectiva indígena conserva esas heridas, transmitidas de generación en generación.

Sin embargo, este resentimiento no solo responde a la desigualdad económica. Es también el resultado de un rechazo cultural constante: ser llamado “longo”, “indio” o “sucio” no solo es un insulto, sino una negación de la dignidad. El lenguaje de las élites ha colocado al indígena en una categoría inferior, asociándolo con atraso, ignorancia o barbarie.

Esa herida cultural explica por qué incluso indígenas que han alcanzado prosperidad —dueños de ganado, buses, mercados, tierras e incluso empresas— siguen sintiéndose excluidos. Se trata de una “falsa pobreza” construida desde el discurso político, que los presenta siempre como víctimas miserables, cuando muchos tienen recursos. Pero aunque tengan estabilidad material, las élites continúan negándoles el acceso a sus círculos exclusivos, donde el valor de una persona se mide por las apariencias y el dinero.

Del lado de las élites, el resentimiento hacia los indígenas también se forjó históricamente, pero desde la percepción de amenaza. Las demandas de tierras, autonomía o reconocimiento han sido vistas como riesgos para la estabilidad del sistema económico y político. Esta relación, basada en el miedo y el prejuicio, consolidó un círculo vicioso donde ambas partes desconfían y se acusan mutuamente.

II. El resentimiento de las élites hacia los indígenas: prejuicio y miedo a perder poder

Por otro lado, las élites también guardan resentimientos hacia los indígenas. En su imaginario, el indígena no es solo alguien que exige derechos, sino alguien que los acusa, los señala y los responsabiliza colectivamente. Se sienten vistos como “opresores”, “racistas” y “corruptos”, aunque no todos lo sean. Así como el indígena se queja de ser reducido a insultos, el rico también es reducido a estereotipos de “elitista”, “clasista” y “explotador”.

Este resentimiento se alimenta de tres factores:

El miedo a la pérdida de privilegios. Las demandas indígenas por autonomía, tierras o reconocimiento son percibidas como una amenaza directa a los intereses económicos de las élites.

El prejuicio cultural. Aún persisten estigmas hacia lo indígena como “incivilizado” o “retrasado”, lo que impide un reconocimiento real.

La narrativa política del “rico malo”. El discurso populista los coloca como enemigos del pueblo, lo que genera en ellos un sentimiento de injusticia y hostilidad hacia quienes supuestamente se benefician de esa narrativa.

El círculo se repite: indígenas resentidos por exclusión y élites resentidas por acusaciones generalizadas. Ambos lados terminan atrapados en etiquetas que no reflejan la complejidad individual, debemos partir que el lenguaje es un reflejo del resentimiento social. Los indígenas han sido históricamente insultados con términos despectivos como “longos” o “sucios”, asociándolos a la ignorancia o a la pobreza. Sin embargo, los indígenas tampoco se han quedado callados: responden acusando a las élites de ser “clasistas”, “racistas”, “elitistas” o “corruptas”. En este intercambio de estigmas, la humanidad se pierde y ambos grupos se reducen a caricaturas.

III. La instrumentalización política: el “rico malo” y el “pobre bueno”

Los populismos en América Latina, y en particular el de Rafael Correa en Ecuador, han consolidado esta fractura social. Su discurso construyó un antagonismo moral: el rico como culpable de la corrupción, y el pobre como símbolo de bondad y justicia. Esta estrategia sirvió para movilizar apoyos, legitimar programas redistributivos y consolidar poder.

No obstante, tal narrativa es peligrosa porque reduce la diversidad social a un binomio simplista. No todos los ricos son explotadores ni corruptos, así como no todos los pobres son honestos y virtuosos. El maniqueísmo político convierte en enemigos a ciudadanos que deberían ser aliados en la construcción de una sociedad más justa.

Además, esta visión refuerza el resentimiento recíproco: el indígena termina convencido de que todo rico es opresor, y la élite termina viendo a todo indígena como oportunista o instrumento político. De esta forma, el conflicto ya no es estructural, sino personal, cuando en realidad ambos son víctimas de un mismo sistema. La política populista, como la ejercida por Rafael Correa, exacerbó esta dinámica. En su discurso, el rico fue retratado como el culpable absoluto de las injusticias, mientras que el pobre —representado en gran medida en la figura indígena— fue convertido en el héroe virtuoso. Esta narrativa sirvió para movilizar apoyo popular, pero también sembró resentimiento, creando la falsa dicotomía de que el rico siempre es malo y el pobre siempre es bueno (Bull & Sánchez, 2016).

IV. El espejo de Estados Unidos: resentimiento racial y social

La experiencia estadounidense ofrece un paralelo ilustrativo. Allí, los pueblos indígenas también fueron despojados y discriminados, y aún hoy sufren brechas en salud, educación y empleo (Findling et al., 2019). Sin embargo, existen comunidades indígenas con prosperidad económica —casinos, tierras, empresas tribales— que rompen con la imagen de pobreza absoluta.

Aun así, la sociedad blanca suele reducir a los indígenas a víctimas, mientras los propios blancos sienten que las políticas de acción afirmativa les otorgan “privilegios” injustos a las minorías. Este resentimiento recíproco se asemeja al ecuatoriano: los indígenas reclaman dignidad frente al racismo, y las élites blancas se quejan de ser tratadas como culpables colectivos (Tesler, 2010).

La diferencia es que en Estados Unidos, el resentimiento se ha racializado con mayor intensidad, mientras que en Ecuador se mezcla con lo cultural, lo económico y lo político. Pero en ambos casos, la raíz es la misma: la imposibilidad de reconocerse mutuamente como iguales en dignidad.

Este paralelo evidencia que el resentimiento mutuo no es solo étnico ni económico, sino estructural: cuando se construye un sistema donde el valor humano depende de etiquetas, el odio se convierte en un mecanismo automático de defensa y ataque.

V. ¿Es un problema estructural o humano?

La pregunta central es si este odio mutuo responde a un problema estructural o humano. La respuesta es ambas. Es estructural porque los sistemas políticos, económicos y culturales han institucionalizado la desigualdad, reproduciendo jerarquías que marginan y privilegian. Pero también es humano porque cada individuo, al dejarse llevar por estigmas y prejuicios, perpetúa el resentimiento.

Lo absurdo es que tanto indígenas como élites comparten una condición común: ninguno eligió su punto de partida. El rico no tiene la culpa de haber nacido en comodidad, como tampoco el indígena tiene la culpa de haber enfrentado carencias. Sin embargo, ambos cargan culpas históricas que no les pertenecen. Y mientras tanto, la política y los discursos populistas sacan provecho de esa división, convirtiéndola en herramienta de poder.

VI. La paradoja de la “falsa pobreza” y la superficialidad elitista

Existe una paradoja que pocas veces se menciona: no todos los indígenas son pobres. Muchos poseen tierras, ganado, empresas de transporte, negocios en mercados o comercios familiares que les otorgan estabilidad económica. En ese sentido, hablar del indígena únicamente como sinónimo de pobreza es una representación distorsionada. Aun así, el indígena sigue siendo excluido de los círculos elitistas, no por falta de recursos, sino por prejuicios raciales y culturales.

Paradójicamente, esa exclusión no significa que se pierda algo valioso. Los círculos sociales de las élites están dominados por las apariencias, donde el valor de una persona depende de cuánto tiene y no de lo que es. En este espacio superficial, el indígena —aunque logre igualar económicamente— sigue siendo visto como ajeno.

VII. Ejemplos de superación: indígenas profesionales y líderes sociales

A pesar de estas barreras, hay indígenas que han logrado salir adelante rompiendo los estigmas. Son profesionales, académicos, médicos, abogados y líderes sociales que, sin haber sido de “cuna”, han demostrado que la capacidad y el esfuerzo no dependen del apellido ni de la herencia económica. Estos casos muestran que el resentimiento mutuo no es una regla universal, sino una construcción social que puede romperse. La presencia de indígenas en universidades, en empresas y en espacios de decisión política es una evidencia de que el futuro puede ser distinto si se desmantelan las etiquetas.

En conclusión el resentimiento mutuo entre indígenas y élites no es un destino inevitable, sino una construcción social que puede y debe ser desmontada. Mientras sigamos reduciendo al otro a etiquetas —“indio sucio” o “rico corrupto”— estaremos atrapados en un círculo de odio que solo beneficia a quienes lucran políticamente de la división. No son las personas, en sí mismas, quienes sostienen esta fractura, sino los discursos, los prejuicios y las estructuras sociales que convierten las diferencias en trincheras.

Es imprescindible comprender que el indígena que protesta no lo hace únicamente por rebeldía, sino porque arrastra siglos de exclusión; así como también es cierto que la élite no siempre actúa desde la maldad, sino desde la herencia de un sistema que privilegia el nacimiento sobre el esfuerzo. Ambos extremos, cuando se caricaturizan y se enfrentan, se convierten en un arma de doble filo que hiere el tejido social y posterga la posibilidad de un diálogo verdadero.

La verdadera tarea es reconocer que más allá de las apariencias, de las comodidades heredadas o de las carencias históricas, todos somos seres humanos con la misma necesidad de dignidad, respeto y oportunidades. Ningún apellido, ninguna herencia y ninguna condición étnica debería definir el valor de una persona. Los círculos elitistas, donde el valor se mide por el dinero y las apariencias, son tan vacíos como las narrativas que reducen al indígena a víctima eterna y al rico a villano por naturaleza. Ambos discursos son distorsiones que impiden ver lo esencial: la humanidad compartida.

Cerrar esta brecha histórica exige una transformación profunda en cómo nos miramos. Significa dejar de lado la idea de que la riqueza económica otorga superioridad moral, y abandonar la noción de que la pobreza histórica es un pasaporte automático a la virtud. La riqueza real no está en los lujos heredados ni en la victimización política, sino en la capacidad de reconocernos iguales, en la construcción de respeto mutuo y en la posibilidad de convivir desde la diferencia sin que esta se convierta en motivo de odio.

Si logramos derribar los muros de los prejuicios y dejamos de alimentar narrativas que nos enfrentan, podremos abrir paso a un nuevo pacto social donde indígenas y élites no sean enemigos, sino ciudadanos con responsabilidades y derechos compartidos. Porque al final, todos —sin importar la cuna, el apellido, el color de piel o el patrimonio— nacemos con la misma necesidad de reconocimiento y dignidad. Recordar esta verdad sencilla pero poderosa es el primer paso para sanar una herida que, aunque profunda, no es incurable.

Referencias

Bull, B., & Sánchez, F. (2016). Élites y populistas: los casos de Venezuela y Ecuador. Iberoamericana – Nordic Journal of Latin American and Caribbean Studies, 45(2), 1-18. https://doi.org/10.16993/iberoamericana.504

Findling, M. G., Casey, L. S., Fryberg, S. A., Hafner, S., Blendon, R. J., Benson, J. M., & Miller, C. (2019). Discrimination in the United States: Experiences of Native Americans. Health Services Research, 54(S2), 1431-1441. https://doi.org/10.1111/1475-6773.13224

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