El título de esta columna, más que pregunta, debería ser una afirmación. Basta revisar la historia política reciente de Latinoamérica y el Caribe para captar esa intuición —posiblemente poco estudiada por sociólogos y politólogos en su dimensión cultural—: las sociedades de la región han ido saltando de un autoritarismo a otro, casi siempre con ropaje democrático. Del ciclo de dictaduras militares —Videla, Pinochet, la “dictablanda” ecuatoriana, Batista en Cuba— pasamos a transiciones que, con el tiempo, incubaron nuevas tentaciones iliberales.
Valgan ejemplos. Tras la expansión del mito revolucionario cubano llegó, décadas después, una ola de neo-autoritarios de izquierda vestidos de demócratas —Chávez/Maduro, Correa, los Kirchner, Evo— que, en buena parte de los países, terminaron siendo reemplazados por liderazgos duros del signo contrario —Bukele, Noboa, Milei o Bolsonaro—. Todos comparten rasgos del populista latinoamericano: aceptación inicial altísima, promesas de salvación mesiánicas y una pulsión por concentrar poder. Mientras tanto, proyectos socialdemócratas más institucionalistas (Macri en Argentina, Tuto Quiroga en Bolivia, el segundo periodo de Piñera en Chile) no lograron sostener una coalición social duradera.
Si uno baja a los datos, el clima social acompaña esta deriva. Latinobarómetro reportó en 2024 que el apoyo declarado a la democracia subió a 52% en la región. Es una mejora, sí, pero también es una foto de sociedades cansadas que siguen buscando “soluciones rápidas” por fuera de las instituciones
El caso salvadoreño es ilustrativo. Desde marzo de 2022 rige un régimen de excepción que habilitó detenciones masivas; para 2024 el Gobierno celebró un mínimo histórico de 114 homicidios en todo el año y reconoció más de 83.000 arrestos en el período, con críticas de organizaciones de derechos humanos por abusos y muertes bajo custodia. Orden a cambio de libertades: el guion de siempre
Ecuador, por su parte, declaró la existencia de un “conflicto armado interno” el 9 de enero de 2024 frente al avance del crimen organizado, con la consecuente militarización interna. El telón de fondo fue un 2023 brutal: 8.000 muertes violentas (una tasa aproximada de 44–45 por cada 100.000 habitantes), que empujaron a buena parte de la ciudadanía a priorizar seguridad por sobre garantía
La verdadera pregunta a la que nos enfrentamos es: ¿por qué? Tal vez nuestros próceres de la independencia tuvieron razón sobre nuestros “ingobernables” pueblos, como afirmó Bolívar, o San Martín que coqueteó con la idea de un virreinato. O tal vez la explicación es más prosaica: Estados débiles, partidos frágiles, justicia lenta, burocracias ineficientes y miedo cotidiano (al delito, al estancamiento). En ese caldo, el caudillo carismático luce más eficaz que la reforma aburrida; el decreto seduce más que el debate; la excepción se vuelve regla.
No es una condena escrita en piedra. Pero si el péndulo regional sigue cambiando de uniforme sin cambiar de método, volveremos al mismo punto cada década. La salida pasa por algo poco glamoroso: instituciones que no dependan del mesías de turno. Y ahí, nos guste o no, es donde Latinoamérica todavía está en deuda.