En la vida urbana contemporánea, especialmente en las grandes ciudades, los edificios residenciales se han convertido en espacios donde conviven decenas de familias. Este modelo de vivienda implica obligaciones compartidas, entre ellas el pago de alícuotas destinadas al mantenimiento de las áreas comunes, servicios básicos y seguridad. Sin embargo, no es raro que surjan conflictos por el incumplimiento en estos pagos. En muchos casos, la administración del edificio opta de inmediato por iniciar procesos judiciales, como los juicios monitorios, que terminan derivando en embargos de las propiedades.
Si bien el mecanismo judicial es un derecho legítimo, surge la pregunta: ¿por qué no acudir antes a la mediación? El conflicto, en esencia, se centra en el dinero, en una deuda que puede haberse generado por múltiples razones: desempleo, inestabilidad económica o imprevistos familiares. Ante esta realidad, la mediación se presenta como una vía menos costosa, más humana y con mayores probabilidades de preservar la convivencia pacífica dentro de la comunidad.
Según Cabanellas (2002), la mediación es “un método pacífico de resolución de conflictos en el que las partes, con la ayuda de un tercero imparcial, buscan una solución consensuada”. Aplicada al ámbito de las deudas por alícuotas, esta herramienta permitiría a la administración y al deudor conversar sobre alternativas realistas de pago, plazos flexibles e incluso reducciones parciales, antes de recurrir a medidas extremas como el embargo.
Para la elaboración de esta columna tuve la oportunidad de dialogar con una familia que, por motivos de seguridad, prefiere mantener el anonimato. Ellos narraron con crudeza las faltas de respeto y humillaciones que padecieron durante su conflicto con la administración. Una de las prácticas más cuestionables fue la exposición pública: en el ascensor se colocaba una lista con el número de departamento, los nombres de los propietarios y el monto de la deuda, a la vista y paciencia de todos los vecinos. A esto se sumó el corte de servicios básicos como agua caliente, gas centralizado y otros beneficios comunes, en un intento de presión económica. Aunque es comprensible que la administración busque mecanismos para recuperar los pagos, resulta inadmisible desconocer el daño moral y psicológico que tales medidas producen en las familias afectadas.
La madre de este hogar relató que, en un acto de cansancio e impotencia, arrancó uno de los papeles pegados en el ascensor. Su reacción solo provocó una represalia mayor: al día siguiente encontró un pasquín en la puerta de su casa donde se le acusaba de “atacar el bien del edificio”. El conflicto escaló hasta el punto en que se presentó una demanda judicial, solicitando el embargo de su propiedad por un monto de 8 mil dólares. Ella recuerda con dolor el momento en que el juez aceptó la solicitud y describe que aquel día sintió una desesperación que la paralizó por completo. Este testimonio ilustra de forma contundente cómo la vía judicial, lejos de resolver el conflicto, profundiza las heridas emocionales y rompe los lazos comunitarios.
Aquí es necesario un punto crítico: muchas veces es comprensible que el deudor no quiera dialogar con quien ya le ha presentado un juicio, así como la administración tampoco quiere hablar con quien considera un “moroso”. Este círculo de rechazo mutuo refuerza el conflicto, alejando cualquier posibilidad de acuerdo. Sin embargo, si el verdadero problema es únicamente la deuda, ¿no deberíamos dejar de lado el orgullo y sentarnos a dialogar? Aferrarse a posturas rígidas, tanto de uno como de otro lado, no hace sino aumentar el costo económico y emocional de todos los involucrados.
Un aspecto clave que pocos conocen es que el acta de mediación tiene la misma fuerza que una sentencia ejecutoriada. Esto significa que, en caso de incumplimiento, el acuerdo puede ser directamente ejecutado en los tribunales, sin necesidad de un nuevo juicio. La diferencia fundamental radica en que, en la mediación, las partes deciden por sí mismas la solución, mientras que en el juicio es el juez quien impone una sentencia. No obstante, es importante subrayar que la mediación requiere de voluntariedad: nadie puede ser obligado a mediar, pues la esencia del proceso está en la decisión conjunta.
En contraste, muchas personas prefieren que sea un tercero —el juez— quien resuelva por ellas. Pero cuando dicta sentencia de embargo, el asunto prácticamente concluye. Puedes apelar, sí, pero si la deuda existe, ¿qué se va a discutir en la apelación? Al final, el proceso judicial está diseñado para que exista un ganador y un perdedor. La mediación, en cambio, propone un balance: ambas partes ganan en la medida en que logran un acuerdo viable, y ninguna pierde de forma absoluta.
Lo paradójico es que la vía judicial termina siendo costosa tanto para el deudor como para la propia administración. Un juicio monitorio implica contratar abogados, cubrir tasas judiciales y someterse a largos plazos procesales. Incluso cuando la administración “gana”, lo hace a costa de deteriorar las relaciones vecinales. La mediación, en cambio, ofrece un espacio confidencial, económico y rápido para explorar soluciones que beneficien a ambas partes, preservando al mismo tiempo la relación comunitaria.
En conclusión, la mediación en conflictos por alícuotas no es una opción secundaria, sino una necesidad urgente. El dinero puede recuperarse, los acuerdos pueden alcanzarse, pero la confianza entre vecinos, una vez rota, difícilmente se reconstruye. El testimonio recogido nos muestra que la humillación, la exposición pública y el dolor emocional son daños irreparables que ninguna sentencia judicial puede borrar. Si el verdadero conflicto es el dinero, entonces la mediación es la vía más lógica, proporcional y humana para resolverlo. Mientras el juicio propone un escenario de enfrentamiento, la mediación ofrece un equilibrio justo que parte del diálogo y de la voluntad.
Por ello, es fundamental recordar que cualquier persona que atraviese un conflicto por deudas de alícuotas puede solicitar una mediación en los centros debidamente acreditados. La Ley de Arbitraje y Mediación en el Ecuador reconoce la validez y fuerza ejecutiva de las actas de mediación, otorgándoles el mismo valor que una sentencia judicial ejecutoriada (Congreso Nacional del Ecuador, 1997). Asimismo, la Ley de Propiedad Horizontal establece la obligación de los copropietarios de contribuir al pago de las expensas comunes, y abre la posibilidad de buscar mecanismos alternativos para resolver los conflictos que surjan de su incumplimiento (Asamblea Nacional del Ecuador, 2002).
De esta manera, la mediación no solo ofrece un espacio seguro y confidencial para dialogar, sino que también permite diseñar acuerdos flexibles y realistas que eviten la exposición pública, el deterioro emocional y los costos excesivos de un juicio. Apostar por la mediación es apostar por soluciones prácticas, humanas y sostenibles que protegen no solo el patrimonio, sino también la dignidad y la convivencia comunitaria.
Referencias
Aguilar, M. (2019). Mediación comunitaria: retos y perspectivas en sociedades urbanas. Revista Latinoamericana de Resolución de Conflictos, 12(3), 45–62.
Asamblea Nacional del Ecuador. (2002). Ley de Propiedad Horizontal [Ley 2002-100]. Registro Oficial Suplemento 398 de 26 de diciembre de 2006.
Cabanellas, G. (2002). Diccionario de derecho usual (23.ª ed.). Buenos Aires: Heliasta.
Congreso Nacional del Ecuador. (1997). Ley de Arbitraje y Mediación [Ley 000]. Registro Oficial Suplemento 145 de 4 de septiembre de 1997.